Históricamente la medición del tiempo ha estado asociada a la atención prestada
a ciertas regularidades que era posible registrar en la naturaleza y que no pasaban
desapercibidas debido a su enorme influencia en las actividades humanas. La
noción de tiempo fue introducida en el marco de la Astronomía, y esto fue debido
a que dichas regularidades dependían de ciertos fenómenos que, de manera inequívoca, se ofrecían en los cielos. Si bien en sus orígenes su medición dependía del
registro de determinados fenómenos cíclicos, a la larga el tiempo se transformó en
una entidad absolutamente independiente de cualquier fenómeno natural. Newton
sublimó esta concepción del tiempo dotándolo de una propiedad fundamental
como fue la de considerarlo absoluto.
En sus Principia nos dice que “El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí
y por su propia naturaleza sin relación a nada externo fluye uniformemente, y se
dice con otro nombre ‘duración’ ”. Esta es la idea que predominantemente nos
hacemos del tiempo, de algo que fluye independientemente del momento del año o
del lugar geográfico, con independencia de cualquier fenómeno o proceso que se dé
en la naturaleza o en las sociedades. Newton definió también un tiempo relativo:
“El tiempo relativo, aparente y vulgar es alguna medida sensible y exterior (precisa o
desigual) de la duración mediante el movimiento, usada por el vulgo en lugar del
verdadero tiempo; hora, día, mes y año son medidas semejantes”. Para Newton, el
espacio absoluto (infinito) debía cumplir con la máxima condición del tiempo, esto
es, la de ser eterno dado que en cualquiera de sus puntos se sucederían todos sus
instantes; mientras que cualquier instante del tiempo absoluto debería cumplir con
la condición de estar presente en todo el espacio, o sea que cada instante estaría
“extendido” de manera infinita.
De qué manera la Astronomía le dio identidad al tiempo y
cómo éste finalmente se independizó de ella
¿De qué manera se introdujo el tiempo como forma de medir los movimientos en
los cielos? Volvamos a Platón. El dios ordenador del mundo sensible, el Demiurgo,
preocupado por hacer una suerte de imitación móvil de la eternidad, al organizar el
cielo hizo, a semejanza de la eternidad inmóvil, una imagen eterna que progresara
según las leyes de los números. Para Platón, los diversos tiempos de los planetas y la
diferente duración de sus ciclos debían ser medidos en unidades provenientes de los
ciclos solares y lunares, pero existía un tiempo común: el “gran año”, en el que
todos los cuerpos celestes volvían a una situación inicial que dominaba a las demás.
El único movimiento visible que era perfecto, el de la esfera de las estrellas fijas,
dominaba todos los movimientos siderales. En consecuencia, el Demiurgo le otorgó
identidad al tiempo por medio del movimiento de los astros y de la medición de sus
ciclos. Ese tiempo, por extensión, pasó a ser una medida con la cual se coordinarían
todos los movimientos y los cambios. Aristóteles fue más explícito en cuanto a
vincular al tiempo con el movimiento, haciendo que se definiesen mutuamente: “el
tiempo es la medida del cambio”, sentenció, algo íntimamente ligado al concepto de
velocidad.
De esta manera, el tiempo quedaba “reducido” a la forma de medirlo en función
de los cíclicos de los astros, por lo que resultó tener una “forma” circular. Dado que
en un círculo todos los puntos son equivalentes, las nociones de pasado y de futuro
resultaban relativas al punto tomado en cada caso como presente. El calendario es,
sin duda, lo que mejor representa esta situación dado que una fecha, pongamos por
caso el 24 de septiembre, estaría tanto en el futuro como en el pasado de por ejemplo la fecha tomada como 1 de septiembre; esto es lo que contribuye a concebir al
tiempo como algo cíclico, circular y por lo tanto reiterativo. En efecto, en todo
calendario existen días destacados relacionados con festividades, generalmente
religiosas, cuya ubicación en el círculo-calendario responde a la repetición de determinados eventos astronómicos. Así, los ritos, las costumbres, las festividades suelen
celebrarse siguiendo un mismo patrón que se reitera año a año.
Digamos que antes de la aparición del reloj mecánico, en los países mediterráneos
se solía dividir el día y la noche en 12 horas, con lo que la duración de ese tipo de
hora variaba de acuerdo con el momento del año. La duración de la jornada laboral
–trabajar de sol a sol- dependía de la época del año pero también de la latitud. En
efecto, en verano la hora diurna era más larga que la nocturna, pero además, y de
acuerdo con la latitud, la hora era más larga cuando más al norte se estaba respecto
del ecuador; en invierno acontecía lo contrario. De esta manera, cerca del polo
Norte, en verano, en aquellos días cercanos al solsticio de verano en que permanentemente el Sol estaba por encima del horizonte, la hora debía “durar” dos horas de
las nuestras, mientras que la hora nocturna no debía durar nada. Sólo al comienzo
de la primavera y del otoño –en los equinoccios– una hora duraba una hora de las
actuales, y eso en todos los puntos de la Tierra.
Fue con la aparición del reloj mecánico que se provocó la sincronización del
tiempo y su universalización: su nuevo transcurrir resultó ser independiente de la
época del año y del lugar, y el tiempo se transformó en un parámetro común a todos
los procesos sociales y fenómenos naturales. Así, en el capitalismo, el reloj mecánico
promovió la idea de que el tiempo poseía una existencia y un transcurrir absoluto e
independiente, y lo consolidó como un parámetro cuya magnitud no estaba subordinada a ningún fenómeno. El tiempo transcurría de igual manera en cualquier
sitio y para todos, a punto tal que la cantidad de trabajo se equiparaba con el tiempo
socialmente necesario para producir una mercancía; en consecuencia, el tiempo
fijaba su valor.
La Astronomía creó al tiempo y después le quitó unos días
El calendario juliano se hizo cristiano en el año 325 d.C., durante el reinado de
Constantino, por obra del Concilio de Nicea. Dos siglos después, gracias a un
monje de nombre Dionisio Exiguo, se decidió contar los años a partir del nacimiento de Jesús, lo que significó tomar ese acontecimiento como un presente absoluto;
el pasado absoluto era todo lo acontecido antes de aquel nacimiento, y el futuro
absoluto, la historia posterior al nacimiento. Pero al calendario cristiano lo afectaba
un serio problema: la precesión de los equinoccios, de unos 50” por año. Es que el
cielo se asemeja a un trompo que, como tal, parece moverse siguiendo tres movimientos superpuestos: el de un desplazamiento veloz en torno a un punto, el de
rotación sobre sí mismo y de un cabeceo en torno del polo. El polo, en relación con
el tercer movimiento, cabecea respecto de las estrellas fijas de manera muy lenta de
forma tal que ese vaivén, extremadamente lánguido, se completa cada 25.725 años
provocando la precesión, o sea, el adelanto de los equinoccios (lo dos puntos en el
cielo asociados al momento en que el Sol cruza el ecuador astronómico, que es
cuando la noche y el día duran 12 horas cada uno en todos lados). Esta situación se
vinculaba estrechamente con la celebración de la Pascua, la única festividad cristiana que se determina con el movimiento de la Luna, por lo que su situación en el
calendario debe diferir de año a año. En realidad, la fecha para la determinación del
domingo de Pascua depende también del Sol dado que debe coincidir con el primer
domingo que le sigue a la primera luna llena después de que el Sol haya pasado por
el equinoccio de primavera del hemisferio norte.
Hagamos un simple cálculo astronómico para observar esta nueva injerencia de la Astronomía en la determinación del tiempo. Desde el Concilio de Nicea, realizado
en el 325, hasta el año de la reforma gregoriana de 1582, se sucedieron 1.257 años.
Para cada uno de esos años, el “error” en la posición aparente del Sol debido a la
precesión de los equinoccios se incrementó a razón de unos 2,8o por año, o sea que
al cabo de unos 128,5 años ello significó una “vuelta” completa; el cálculo es sencillo: 128,5 veces 2,8o son 359,8o; casi 360o y eso representa un giro, o sea un día. En
una hora, la Tierra gira 15o; 360o/24horas = 15o/hora; entonces, esos 2,8o anuales
representan un retardo de 11 minutos 14 segundos de tiempo, unos 11,25 minutos
aproximadamente, que era en lo que debía “modificarse” el año. Ahora bien: 1.257
(los años transcurridos entre el Concilio de Nicea y la reforma de Gregorio) x 11,25
minutos son más o menos 14.140 minutos o 236 horas o alrededor de 10 días. Precisamente, esos 10 días “adelantaban” el inicio de la primavera, por lo que ella ya
acontecía el 11 de marzo del calendario juliano, y así la Pascua, cada vez, se adelantaba más. Por eso Gregorio salteó diez días e hizo que se pasase del jueves 4 de octubre
al viernes 15 de octubre. Pero además, de ahí en más, no debían ser bisiestos los
años terminados en dos ceros cuyas primeras dos cifras no fueran múltiplos de
cuatro. El 2000 fue un año bisiesto, pero el 1700 no lo fue, ni el 1800 ni el 1900.
Además, de acuerdo con los cálculos, en el 4000 deberá haber una quita de un día
y ese año no será bisiesto.
Gregorio XIII reformó el calendario en 1582 pero en Europa la “ubicación” de
cada país en el tiempo fue diferente. Algunos ejemplos de esto: España, Portugal y
los estados italianos adoptaron la reforma inmediatamente, pero Francia recién lo
hizo el 1 de enero del año siguiente, en 1583. Los restantes países católicos la adoptaron entre 1582 y 1587; los luteranos, en 1700, cuando ya se llevaba 11 días y
medio de retraso. Los ingleses recién en 1752. En Rusia, los bolcheviques adoptaron
la reforma en 1918 y entonces la Revolución de Octubre debió celebrarse en noviembre. En Grecia fue en 1927, ya con 13 días de retraso. Esta desincronización del
tiempo llevó a situaciones peculiares si no paradójicas. Un ejemplo es el caso de las
muertes de Cervantes y de Shakespeare acontecidas en la misma fecha pero ¡en
distintos días…! En efecto, Cervantes murió en Madrid el sábado 23 de abril de
1616, de acuerdo con el calendario gregoriano; Shakespeare en Stratford–upon–Avon el martes 23 de abril de 1616, de acuerdo con el juliano. La fecha
correspondiente para Shakespeare fue, en consecuencia, el 3 de mayo de 1616, por
lo que lo sobrevivió a Cervantes, diez días.
Existe, sin embargo, una versión lineal del tiempo que data del mismo año de la
reforma gregoriana. Nos referimos a otro calendario, también llamado “juliano”, el
que, a pesar de su nombre, no tenía que ver con el antiguo calendario juliano. Se
trató de una ocurrencia de José Scaliger, quien le puso ese nombre en honor a su
padre. La originalidad de este calendario consiste en contar ininterrumpidamente os días (los amaneceres) fijando como origen el 1º de enero del año 4713 a.C., por
lo que no precisa corregirse. Así, por ejemplo, si bien el descubrimiento de América
aconteció un 12 de octubre de acuerdo con el calendario juliano y un 22 de octubre
de acuerdo con el gregoriano, esa diferencia no importa en el caso del calendario de
Scaliger ya que el número del día de cualquier acontecimiento resulta independiente de cualquier calendario que se elija. En los hechos, el descubrimiento de América
se produjo el día juliano 2.266.296, sin que para el caso importe la precesión de los
equinoccios ni los años bisiestos. A este calendario -utilizado aún hoy por los astrónomos para fijar las efemérides en los cielos- lo podríamos emparentar con el
método utilizado por Robinson Crusoe, quien todos los días hacía una ranura en
su bastón para no perder la cuenta del correr del tiempo.
También la Astronomía es culpable de cierta
temporalización del espacio
Cuando observamos el cielo una noche estrellada hacemos una especie de arqueología del universo ya que lo que registramos simultáneamente son sucesos que sucedieron en momentos muy diferentes de acuerdo con lo que empleó la luz de recorrer la distancia desde la estrella a nuestros ojos. En la cosmología moderna, la
manera de pensar el universo en términos temporales se ha impuesto sobre una
mirada predominantemente espacial. La estructura espacial del universo es explicada a partir de la evolución que él ha tenido a lo largo del tiempo, esto es por una
determinación de su historia, lo que se encuentra en íntima relación con el hecho
de que las distancias espaciales se deben calcular en función del tiempo que tarda la
luz en recorrerlas. La idea de concebir las distancias por medio del tiempo empleado
para recorrerlas no es novedosa y ha sido frecuente; pensemos, por ejemplo, cuando
se pensaba que tal o cual lugar se encontraba a tantas jornadas a caballo o cuando
hoy mismo se indica que tal lugar está a tantas horas manejando un auto.
El tiempo introducido por la astronomía como medida de los movimientos celestes se extendió sobre la Tierra para marcar el devenir de la vida de los hombres y los
pueblos. El reloj independizó esta fenomenal creación de cualquier evento, fuese
celeste o terrestre. Hoy seguimos pensando que el universo posee una historia en el
tiempo y que esta historia posee un inicio también en el tiempo, cuando lo cierto es
que la idea de “tiempo” provino de aquella lejana motivación ofrecida por los astros,
sobre todo la Luna y el Sol, para que midamos con sus movimientos el devenir de
nuestras vidas.
Autor: Marcelo Leonardo Levinas
Investigador del CONICET
Profesor Titular de Historia Social de la Ciencia y de la
Técnica (FFyL, UBA)
Tomado de un artículo publicado por la Revista Astronómica de la Asociación argentina de amigos de la astronomía.
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